Anakin es hermano menor de Abassi, el Oscuro. De madre y padre pero de diferente camada.
El pequeño tiene un antifaz negro sobre pelaje lácteo que me hace recordar a Piaf, una de mis tres anteriores hermanastras cuya custodia perdí hace ya un buen tiempo. Ella, al igual que mi joven Jedi es intrépida, juguetona y tenía un parche gringo alrededor de un ojo. Esperaba a sus hermanas en los rincones para asaltarlas; también le quitaba la comida a las otras.
Abassi es algo como Mina, elegante, recatado. Mina, la mujer de Drácula, detenía a la tempestiva hermana colocando delicadamente la pata en su frente mientras Zoé, la mediana y rayada, en una eterna contemplación parecida a un sueño, posaba su vista en lontananza.
Estas dos son las ocasiones en las que he tenido más de un gato. Tres gatas de distintas razas y recogidas en diversas condiciones y, hoy, dos gatos hermanos pour de vraie.
Lo llamativo frente al mundo humano es que, ya sea biológica o postiza, ambas fraternidades han resultado exitosas. Cada individuo ha prosperado en su individualidad, en su maravillosa diferencia atravesada por la minuciosa esteticidad y la precisa habilidad para comunicar superioridad que tiene todo gato.
Tanto en Anakin como en Abassi he visto el equilibrio entre la violencia y el amor. El mayor y negro, cual Qui-Gon Jinn lo entrenó en caza y lucha tolerando su ímpetu juvenil quizás al saberlo portador de su misma sangre. Sin embargo, en las hermanas no fue la sangre; la arbitrariedad no impidió que se aseen, alimenten y duerman juntas sin provocarse ningún daño más que indicaciones de espléndida ferocidad moderada.
Incluso Pumacahua en su temporada en sociedad con Cooper, su amigo caniche al que nunca dejó de mostrar su inferioridad canina, fue ejemplo de convivencia. Aunque Puma es capítulo aparte.
Por mi lado bípedo solo me queda envidiar y aprender.