Educar en la muerte

educación, Francia

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Un buen amigo, a través de un comentario en redes, se impresionaba: «cómo surge la idea de graficar una decapitación». Lo inscribió debajo de una foto que tomé -antes de que se avergonzarán las Panchas- en el colegio Francisca Diez Canseco en Huancavelica. «La Guillotina (Muerte de María Antonieta)», un título hermoso como la naturalidad misma de esta microinstalación realizada por la estudiante: barbie, el metal y su verdugo. Casi sin compañía, la reina entrega su cuello al victimario negrísimo en un castillo de grisú. Casi porque el tamaño de estos tres personajes es tal que los pequeñísimos pobladores se veían tremendamente distantes.

Sus compañeras, mientras, habían elegido el ataque de los descalzonados parisinos a la Bastilla para representar la Revolución Francesa. Todas diversas variantes en las que las masas enardecidas de soldaditos de juguete multicolores se tiraban abajo alguna institución real. Ella, sin embargo, había concentrado toda la revolución en la cabeza de la reina, no del Luis, incomprendido, Luis; sellando el asunto en silencio y soledad. La sonrojada estudiante no me dejó preguntarle sus razones, aunque tampoco me preocuparon ni me preocupan… solo me sedujo su esfuerzo y su elección me ha dejado reflexionando ante múltiples puertas abiertas.

Jean Pierre Houël

Jean Pierre Houël

Natural también es esta violencia que somos y que no puede, no debe, ser evitada en el aula. Enseñar la Revolución Francesa o cualquier otro “hecho histórico un poco salpicadito de rojo” (como dice Jorge) es momento, no solo de enumerar (menos memorizar) todo lo que «significó» la caída de la Bastilla y la muerte del rey o la Declaración, las ideas de la Iluminación… sino también para atravesar esta línea de tiempo y el discurso sobre la República y la Democracia que parloteamos discutiendo sobre la muerte y la violencia, las razones que nos llevan a ello, qué sucede al día siguiente y otros temas que convocan a diversas materias.

Podemos, además, hacerlo como en aquel colegio huancavelicano, pidiéndole a los estudiantes que representen libremente el suceso o sus consecuencias, así, plásticamente. El requisito, por supuesto, es que sean las propias manos de los estudiantes que se enfrenten y jueguen con los objetos, recortes, titulares, maquetas, collages… Las sorpresas están garantizadas.

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Gabo, el último latinoamericano

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Fotografía de Rodrigo Moya

Fotografía de Rodrigo Moya

Ayer leí en el muro de Alicia Meza, a propósito de la partida de Gabo, una sensación que comparto:
«Es curioso, pero creo que si se muriera Mario Vargas Llosa no lo sentiría tanto como siento la muerte de García Márquez. Pero eso es algo muy personal, en realidad.»

Estas palabras hicieron eco en otros lamentos semejantes en las redes. Americanísima saudade porque la despedida se hace con la sonrisa dibujada en gratitud por el amor recibido. De Varguitas diremos que es correcto, efectivo pero seguirá siendo siempre un fútbol del hemisferio norte. Gabo, quien ganó el Nobel antes de que se lo entregaran a Obama, aprendió a contar de anónimos y destiló a partir de ellos un lenguaje para describirnos (que quizás algunos convirtieran en una retórica latinoamericana de lo anecdótico, lo exótico). Varguitas hizo lo propio pero desde el óvalo y la gente lo nota. Tengo la impresión de que es más chamba que genio. Amo sus arquitecturas que me hacen pensar en iglesias del medioevo pero me hubiera gustado menos su alineamiento a la diestra y su consecuente relación actual con el mercado del libro. García Márquez no se avergonzó de su terquedad y eso lo hace tan nuestro. Imagino que cualquier fulano o mengano hubieran querido tomarse unos tragos con él. No sé qué habrá pensado de Arguedas pero sospecho que no lo hubiera calificado de arcaico.

Porque Gabo fue de verdad, creo, la gente lo llora cantando hoy.