
… y acorde final con las seis voces sonoras de la guitarra limeña afinada entre dos manos ardientes; árbol de savias tibias y nido hondo para el sueño de los gorriones enamorados del alba. Acorde con la octava alta que marca el índice aprisionando el mástil como un puente de sangre encendida, puente idéntico al que salta la guitarra dislocada del río para transportar sus voces hondas de naranjos y de malvas. El río es la guitarra templada para el seis por ocho de marineras y festejos; la voz de arcilla y de metales agudos, va orillando la fiesta que danza su danza en el “palmero, sube a la palma”, en el “romero, santo romero”, en la aclimatada saña norteña que tiene sabor de amanecer galaico, de copla que repite: “al undeiro le da… al undeiro le da…
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Las palabras quieren traducir el contenido, la esencia del gesto. La búsqueda del perfil propio va dejando una estela de emociones, una ráfaga de sonidos, de ritmos y en la trayectoria dilatada va quedando el alma viva, el acento inconfundible de lo limeño. Acento definido en el pregón herido de lejanías; en la pupila expresiva de aceites oscuros de la tapada tradicional; en el adobe de las tapias como ríos disecados; en la voz unánime de la muchedumbre desbordando los cauces de la superstición y de la fe; en la hierática tristeza del habitante secular desconcertado de inesperadas transformaciones; en la síntesis armoniosa de dos culturas, de dos sangres, de dos mundos.
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Y está el acento en la síntesis, que no en los valores aislados de lo español y de lo autóctono. Está en la confluencia del pasado y del presente, en la forma criolla y mestiza que habla de un idioma propio, distinto y nuevo. El acento nos llega desde el fondo de los siglos y encarna, en transmigración de maravilla, en las voces vivas del presente. Negar lo que se fue quedando atrás es como tener los ojos ciegos para lo que está siendo, para lo que está naciendo con destrucciones y muertes se tiñe la flor abierta donde alienta, anida y se refugia el gesto. La flor que es afirmación y es síntesis. Por eso es válida la conjugación de todas esas voces y aun de la voces remotas que apenas conservan una amenguada resonancia en el tiempo. Y el tambor nervios del caballo de paso, que golpea la tierra como el corazón pequeño de los pájaros, se confunde en la noche con los timbales que marcan su galope sordo desde la colina suave del Campo de Marte sobre la muchedumbre silenciosa, mientras el rasgo nuevo concurre a la definición vigorosa del gesto.
El río hace rodar su rueda de agua desde los cerros altos hasta el mar. Y en cada vuelta de su rueda habla la Ciudad del Rio Hablador.
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Los olivares reproducen la densa tonalidad de las aguas profundas, con las mismas sales y los óxidos que medran en la plata vieja. Los olivares de troncos dolorosos tienen la edad incalculable de los metales soterrados bajo los muros donde las penas se duelen de su olvido. En el tronco nudoso, desordenado, arrugadísimo, queda inscrita la partida de nacimiento de la Ciudad del Río Hablador. Verde como la carne traumatizada del Cristo agobiado de ex votos y de púrpuras, la mancha brumosa de los olivares extiende un espejo antiguo donde parecen estarse mirando los siglos. Los olivares son los árboles que nadie ha visto nacer, que nadie sabe cuándo reverdecen, que están siempre viejos, con una senilidad que toca los límites del prodigio hay un aliento de austera y depurada nobleza en esa fronda que es como un humo de piedras, como un rebaño de elefantes dormidos; en esa fronda grave y somera de los olivares que tiene algo de árboles traídos desde la luna y trasplantados y aclimatados sólo en las tierras nostálgicas, en las tierras lunares. Por eso tienen ásperos troncos atormentados y dan un fruto oscuro y amargo, pequeño, nocturno, triste, negación de lo que los demás frutos de Dios representa y sugieren. Y hay un dejo de tierra seca en toda la planta inevitablemente centenaria, un sabor de cielo nebuloso y seco también, de taciturnidad de indio reconcentrado y gitano melancólico. Que por algo vinieron de tierras donde los llevó, a su vez, la morería, con los acentos del “cante” y la sombría adustez de la raza crecida sobre la yerma y parda extensión de las arenas del desierto.
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He aquí la síntesis, el acorde, la voz aislada y acaso desapercibida donde se funden todas las voces. He aquí la alegoría, el signo individual que concreta y reúne los otros rasgos, las líneas dispersas del gesto. En el árbol cargado de años está la representación del espíritu y el acento de la sugerencia permanente, algo así como el símbolo totémico de la Ciudad del Río Hablador. El hombrecito anónimo ha visto el árbol, se ha mirado en él como en un espejo de plata verde. El caballo de barro llena el valle de su casco numeroso, de su espuma de sutiles encajes, de su relincho que tiene un sonido de conchas que se quiebran. Y en esa identificación del hombre y el paisaje, en ese equilibrio de los colores y de las formas, del idioma del agua y de los nombres que va diciendo el viento; en esa multiplicidad de ángulos, de latidos, de ritmos que se funden en un solo compás, en una sola voz única y duradera, enriquecida de sus propios ecos, yo encuentro el gesto de mi ciudad.
César Miro. La ciudad del Río Hablador. Lima, Editorial Nuevos Rumbos. Col. Escritores de Lima. 1959. pp. 89-93