«De otra época» es el epíteto que Pierre Loti utiliza para describir el barrio donde tiene su estudio Shimooka Renjõ, el fotógrafo que elige para reproducir su imagen en la víspera de abandonar Japón. El escritor francés parece percibir cierto contraste entre la modernidad fotográfica europea y un país oriental cuya otredad es parte de un remoto pasado. Hélène Bayou recurre a Loti para introducir la obra del fotógrafo veneciano Felice Beato, un testigo de la transformación que sufre Japón en la segunda mitad del siglo XIX. La obra japonesa de este fotógrafo migrante, de quien es fácil olvidar el origen italiano debido a sus múltiples desplazamientos (sin contar que se naturalizó británico), no es meramente documental, no es exclusivamente “pintoresca”. A través de sus geishas y samuráis, pero también artesanos, vendedores de curiosidades, puede sentirse una bisagra, un fascinante intercambio de forma y fondo entre occidente y oriente.




Sus comienzos en fotografía se dan en Malta donde ¿a los veinticinco años? (se especula sobre su nacimiento entre dos fechas: 1825 y 1830) se cruza con el fotógrafo escocés James Robertson, quien se convertiría en su cuñado y con quien continua ruta hacia Constantinopla. Juntos asumen en 1855 la continuación del registro de la guerra de Crimea que había iniciado Fenton. El equipo prosigue su trabajo de fotorreportaje de guerra en India. A inicios de la década del sesenta, Beato llega a China para documentar la guerra del Opio; una década después esta en Corea con los estadounidenses. En China se relaciona con el ilustrador Charles Wirgman con quien inicia otra sociedad importante. En 1863 se instala en Japón y abren su estudio en el puerto de Yokohama.
Quizás los únicos recuerdos de aquella época bélica en los veinte años de su trabajo japonés hayan sido refrescados en las armas y armaduras de los guerreros de antaño que se suceden en las fotos, congelados en poses de gloria o imitaciones del combate. Aunque es cierto que también en Japón se ocupó de reconstruir escenas de ejecuciones públicas y perennizar, como en India o China, sitios arqueológicos (practica que no abandona; lo hace también en Burma casi al terminar el siglo, en 1897). Estas imágenes conversan con los retratos de mujeres y paisajes que deben leerse prestando atención a las tradiciones japonesas de la estampa (ukiyo-e) y la pintura de mujeres hermosas (bijinga) tanto en lo que respecta a las técnicas como los motivos.

En este sentido, es natural que nos asalten interrogantes en relación con el rol de Wirgman. En qué medida su experiencia plástica contribuyó en la «iluminación» de las fotografías? ¿Hubo alguna transmisión/transición en el momento en que el estudio empieza a contratar mano de obra local experimentada para la función de dar color a estas fotografías? ¿En qué grado se tocan dos culturas sobre el papel albuminado?
Es necesario decir que la firma del fotógrafo podría acaparar protagonismo en desmedro del colorista. En el caso de las imágenes que se atribuyen a Beato, obviar este detalle es no solo injusticia, es un descuido. Lo es más dado que el mismo Beato llama la atención sobre él; lo llama «nuestro artista» y, además, lo inmortaliza en un retrato.

En el caso de estas imágenes coloreadas sentimos la impresión de estar más allá de meras exigencias comerciales. Quizás la adecuación tenga bastante que ver con privilegiar la acuarela frente al óleo empleado para tal fin en Europa, lo cierto es que la invasión del color en estas imágenes grises parece operar hasta hoy como el gatillo perfecto para revivir el sueño de cierto Japón capturado cual fantasma antes de desaparecer, apelando a un lirismo que combina bien con nuestra mirada orientalista o, mejor aún, la alimenta.
Bibliografía
Lacoste, Anne. Felice Beato. A photographer in the Eastern road. Los Angeles, Getty Museum, 2010.
Bayou, Hélène. En: Felice Beato et l’école de Yokohama. París, Photo Poche, 1994.